10 de febrero de 2019

NEPAL

Tras presentársenos la oportunidad de ir a Nepal, a acompañar a José en su día a día, para conocer de primera mano el proyecto que su ONG Educanepal lleva a cabo, mi hermana (Lala) y yo, no nos lo pensamos demasiado, y organizamos un viaje de dos semanas, dividido a mitad entre turismo, y ONG, un viaje que por "muy mentalizadas" que creyéramos que fuésemos, nos rompió todos los esquemas que uno puede tener de lo que es vivir.


Experiencias. 
Nepal de primeras, puedo decir que no me gustó, la llegada fue una especie de tormenta de mucho ruido, desorden, contaminación, suciedad, fealdad y caos, todo demasiado alejado de mi realidad. Pero a medida que fui despojándome de las primeras impresiones, o más bien de comparaciones mecánicas, y comencé a moverme jugando unas reglas más parecidas a las de la gente local, empecé a encontrar curiosidad, diversión, e incluso belleza, donde horas atrás había sentido rechazo. 
Cruzamos calles abarrotadas de coches y motos, confiando en que frenarían, era sólo una cuestión de actitud y firme decisión. 
Dejé que un macaco me robara mi comida de las manos, tras un intento fallido previo, fue pura resignación por mi parte, no quise pelearme y arriesgarme a que me mordiera.
Regateamos en compras y taxis sin descanso.
Comí guisantes picantes en el desayuno, momos al vapor, arroz, acelgas, lentejas y otras legumbres, durante seis días seguidos, era lo que había, y noté como el sudor empezó a oler diferente, como a especias, a curry. Nunca un huevo duro me había sabido tan rico.
Dormimos en el suelo un par de noches seguidas, una incluso con un gato, un perro, y gallinas, que decidieron acostarse entre nosotras, supongo que les daríamos calorcito.
Me tiré eructos en señal de agradecimiento por las comidas que nos ofrecieron en las aldeas.
Meditamos, bailamos, jugamos, y compartimos tres días entrañables con las niñas de la casa de acogida, apenas intercambiábamos algunas palabras en inglés, pero el idioma de la risa, el cariño y la alegría, era el que utilizábamos.


Las ciudades. 
Las calles no distinguen de calzada o acera, ni de tierra o asfalto, los semáforos y señales parecen no hablar el mismo lenguaje, y coches y peatones juegan a esquivarse en todos los sentidos y direcciones. 
Los postes de electricidad son una maraña de cables que se atan a un palo de madera, con una bombilla débil en la parte alta que hace a la vez de farola tímida nocturna. Los edificios se apretujan en línea y se cuelgan mil carteles en fachada anunciando los negocios o qué sé yo. 
El polvo se levanta todo el rato, y se mezcla con el humo de motores y de los montones de basura que se queman continuamente, haciendo del aire limpio una utopía, y por eso hay invasión de mascarillas, que se enganchan en las orejas de las personas. Cuando comprábamos algo en las tiendas, antes de dártelo, le pasaban un trapo para quitarle el polvo. 
Los colores alegres de telas, de frutas y verduras que se venden apoyadas en mantas en el suelo, destacan sobre la bruma marrón, y también sorprende el rosa chillón de los algodones de azúcar que venden los niños colgados de un palo. Los monjes tiñen de granate y naranja los alrededores de templos, grandes, medianos y pequeños, que brotan por todas partes, buscando su hueco, en una plaza, en un colina, o al borde de un río, incluso tienen a veces una verja alrededor que trata a duras penas de proporcionarles un perímetro de seguridad entre tanto caos. 
Los perros, más bien parecidos a lobos, deambulan con cara de pena y se enroscan en cualquier lugar a echar las horas, saben bien que nadie va a pisarles, en este circo cuya arena es la calle.
Los restos ruinosos tras el terremoto del 2015 aún pueden verse, amontonados o más esparcidos, obligando a quien camina a poner atención para esquivarlos. 
El culto a la muerte sorprende por la congregación multitudinaria, donde no sólo personas cercanas acuden a la incineración para posteriormente pasar al río, sino que cualquiera puede ir a acompañar, más o menos en la distancia.





















Las aldeas. 
A estas aldeas se llega caminando, y una parte del trayecto, para quien puede permitírselo y fuera de época de monzón, puede hacerse en una guagua anciana, de motor escandaloso pero persistente, que utiliza el cauce del río para circular, pareciendo para el que va dentro, si sólo mira y se olvida de los tumbos que da, que más bien navegara en una lancha. 
En estas aldeas hay casas de barro, piedra, palos, y chapa ondulada, que a duras penas protegen a quienes viven en ellas de fríos y lluvias, casas de una única estancia, pues donde se cocina se duerme, y al revés, un par de esterillas de quita y pon hacen de colchón, y en el suelo ocurre todo, se prepara la comida, se come, se hacen los deberes, se trabaja y se descansa. Algunas casas cuentan con un establo anexo, con una vaca o varias cabras, atadas a una cuerda, que pasan el día comiendo kilos de hojas que les proporcionan diariamente las mujeres, a cambio de que les den leche. 
El agua brota de mangueras cerca de algunas casas, fría y cristalina, desde algún naciente, y de ella se bebe y se lava la ropa y los pocos platos y vasos metálicos, de cuclillas, sobre una piedra que impide que vuelvan a mancharse del barro y hojas del suelo natural. 
Los niños, hacen de la naturaleza su casa, no pasan el día entre cuatro paredes, sino que pasean, y juegan al aire libre, con o sin zapatos, con más o menos ropa, no parecen tener frío, puede que dejaran ya de sentirlo al no tener con qué abrigarse, no juegan con juguetes de plástico, sino que con palos, piedras y alguna que otra pelota improvisada, montan un partido de algo, son ágiles subiendo y bajando las laderas, se les oye entre las hojas de los árboles, se encargan de cuidarse entre ellos, los más grandes se cuelgan a los más pequeños a la espalda con un trozo de tela, y se ríen, y gritan y no paran quietos, son niños en esencia pura. 
Las madres, tienen los pies maltratados de tanto caminar, y la cabeza con la mirada baja, pues la mayor parte del día, cuando no están en casa, están en "la jungla" como ellos dicen, y en sus frentes sostienen una cinta que sujeta un gran cesto a sus espaldas, donde cargan la leña con la que cocinan y calientan sus casas, también una cuerda a la que atan las ramas llenas de hojas para dar de comer a los animales, las ves caminando con esas cargas y cuesta creer que puedan dar otro paso más, pero pueden, o más bien no les queda otra. 
Los hombres se ven menos, al parecer muchos trabajan por semanas fuera de casa para traer algo de dinero, los que pude ver siempre tuvieron un "namaste" amable al cruzarnos y algo que ofrecernos.
El tiempo en las aldeas de Nepal pasa diferente, y un día parecen tres, supongo que porque todo es tan esencial, que cada paso que se da, cada tarea del día, requiere de un esfuerzo físico (no tanto mental) que te invita a poner toda tu atención en ello, para no quemarte, para no torcerte un tobillo, para vivir plenamente.



























Vivimos.
Vivimos durante 6 días la vida de José, que lleva 15 años al frente de su proyecto Educanepal. Una vida dedicada a la ayuda y mejora de las vidas de cientos de personas y miles de niños, personas que tienen condiciones de difícil supervivencia, con pocas probabilidades de garantizarse la comida del día, niños vulnerables de ser secuestrados por mafias de tráfico. José, con un pequeño pero gran equipo de gente local, pone su empeño, esfuerzo y perseverancia, para lograr una segunda oportunidad en las vidas de estas personas.

Gracias José, porque estos 6 días de tu vida, son 6 días de la nuestra que jamás olvidaremos.



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